Con el permiso tácito de mis queridos lectores, este jueves, mientras leen estas líneas, estaré en Buenos Aires. Y desde este lugar —desde donde nací, de padres españoles— puedo ver a ambos países reflejados en un mismo espejo. Uno está detrás y otro delante en el tiempo. Pero el camino, la hoja de ruta, el pensamiento, las técnicas que han usado ambos gobiernos —el reciente y recurrente peronista y el actual socialista español— se parecen, y mucho.
Para mí, ver a España convulsionada y ver los temas por los cuales está convulsionada, estando al mismo tiempo en la Argentina y viendo los temas que la tienen en vilo, me deja una sensación inquietante: tenemos un problema. Uno grande. Y más tarde o más temprano, lo vamos a tener que resolver.
Aquí en la Reina del Plata se ha establecido un gobierno de transición. Quien no entienda que Javier Milei es una transición, no está entendiendo nada de lo que está pasando en la Argentina. Y quien no entienda que Pedro Sánchez también lo es —uno en sus inciertos inicios, el otro en el ocaso de su imperio— está leyendo mal el momento político. Ambas son transiciones, más allá de que una pueda parecer más virtuosa que la otra, según el gusto del consumidor.
Sánchez parece aplicar el mismo recetario sudamericano. Lo cual lo convierte, irónicamente, en el presidente más exótico de Europa. Exótico no por su origen ni por su ideología (que por cierto muta con facilidad), sino por el modo en que intenta gobernar a través de la excepción
Pero las similitudes de los procesos son demasiado evidentes. Y desde aquí se ve claro hacia dónde conducen.
La Argentina fue pionera en muchas de las ideas que hoy Sánchez intenta vender como modernas: buena parte de la agenda 2030 se ensayó prematuramente aquí durante el kirchnerismo. Además, el discurso de redistribución sin crecimiento, la manipulación de los datos oficiales, el intento constante de polarización social, el control de los medios de comunicación y la asistencia social como máquina clientelar; todo eso ya lo vimos aquí. El pueblo como rehén y el estado como botín. Un clásico del populismo más rancio.
Y Sánchez parece aplicar el mismo recetario sudamericano. Lo cual lo convierte, irónicamente, en el presidente más exótico de Europa. Exótico no por su origen ni por su ideología (que por cierto muta con facilidad), sino por el modo en que intenta gobernar a través de la excepción, ignorando las alarmas democráticas que se encienden a su alrededor.
Españoles que encontraron refugio en Buenos Aires nos legaron miradas cruzadas, lúcidas, sobre esta conexión profunda. Y también argentinos que hoy participan de la vida cultural y política española, traen consigo aprendizajes que podrían servir como advertencia. Como faro
No soy el único que ve estos paralelismos. Varios analistas han advertido que España, bajo Sánchez, ha comenzado a alejarse de las democracias liberales europeas para aproximarse, peligrosamente, a modelos populistas del sur global. Y desde aquí —donde ya se padecieron esas fórmulas— algunos miran con perplejidad lo que ocurre en la madre patria.
Mientras tanto, los puentes culturales entre ambos países siguen vivos, y son esos puentes los que dan cierta esperanza. Españoles que encontraron refugio en Buenos Aires nos legaron miradas cruzadas, lúcidas, sobre esta conexión profunda. Y también argentinos que hoy participan de la vida cultural y política española, traen consigo aprendizajes que podrían servir como advertencia. Como faro. Se forman contrastes curiosos. Y se vuelve evidente que, si España no entiende que está transitando un camino que ya otros recorrieron —y que siempre salió mal—, entonces necesita ayuda urgente.
Yo, desde aquí, ya iría encendiendo esa luz que proyecta un murciélago iluminado en el cielo.
Aquello que comenzó en el sur como un proyecto de justicia social terminó como un sistema de captura institucional. Y lo que hoy en España se disfraza de progreso podría terminar igual si no se corrige a tiempo
“España es mi madre y Argentina mi mujer. A la madre se la respeta, a la mujer se la ama.” La frase, dicha por Rafael Alberti, exiliado en Buenos Aires, encierra una verdad que muchos españoles y argentinos sentimos sin haberla formulado.
Esa doble pertenencia, ese vínculo afectivo y crítico a la vez, permite mirar desde un país al otro con una claridad particular. Argentina es para España una advertencia con nombre propio. No un modelo ni una exageración, una advertencia. Aquello que comenzó en el sur como un proyecto de justicia social terminó como un sistema de captura institucional. Y lo que hoy en España se disfraza de progreso podría terminar igual si no se corrige a tiempo.
Las transiciones, cuando no se entienden, cuando se gestionan erróneamente, se convierten en laberintos crónicos de los que no se puede escapar volando. De los que no se sale sin pagar luego un precio, que puede llevar décadas de esfuerzo para futuras generaciones.