Vómitos, bocas abiertas y algunos espectadores ocultando su vista por momentos ante lo que aparecía en la pantalla. El estreno de Tiburón, en junio 1975 -en España, en diciembre de ese mismo año-, marcó un antes y un después para quienes veraneaban en la costa, pero la película de un joven Steven Spielberg fue, ante todo, uno de los acontecimientos cinematográficos del siglo y una de las películas que más conmoción causó en las salas. Se convirtió en el primer blockbuster oficial de la historia del celuloide, además del primer taquillazo estival, que estuvo acompañado también de una gran campaña de merchandising. Cambió las vacaciones de medio mundo, pero también el cine.
El terror y la fascinación hicieron de las suyas en un combo irresistible. Ningún baño volvió a ser igual desde entonces para quienes se acercaban a la orilla y buscaban el rastro de la aleta de un escualo sobre la superficie, y el cine, por su parte, descubrió un nuevo horizonte en los estrenos veraniegos tras el éxito de esta cinta, que contó con un presupuesto de nueve millones de dólares y superó los 470 millones de recaudación en las salas.
Esta película es la adaptación al cine de la novela homónima de Peter Benchley (autor también del guion junto a Carl Gottlieb), que a su vez está inspirada, entre otros hechos, en la historia real ocurrida en 1916 en la costa de Nueva Jersey (Estados Unidos), donde varios bañistas fallecieron por los ataques de uno o varios tiburones blancos. Al comienzo del rodaje, Steven Spielberg contaba tan solo con 27 años y hasta el momento había dirigido solo una película para el cine, Loca evasión (1974), así como un buen puñado de capítulos para series y varias películas para la televisión, por lo que esta versión del leviatán bíblico, que experimentó complicaciones durante el rodaje y que finalmente resultó un éxito sin precedentes, fue la entrada del cineasta en una dimensión desconocida para él.
La guinda del pastel la colocó John Williams con una banda sonora que provocó que el ritmo cardiaco del espectador se acelerara al ritmo de las notas de los violines, violoncellos, trompas y demás instrumentos a medida que se acercaba la criatura marina. Por si la imagen de la aleta deslizándose por la superficie del mar no fuera suficiente, la música del compositor convirtió Tiburón en una película icónica y provocó que aquella sensación de suspense resultara inolvidable para todos e imprescindible en la historia del cine.
El terror de lo que no se ve
La música fue el cómplice necesario para la angustia y la tensión, a lo que contribuyó un viejo truco fruto de la casualidad: lo que más aterra es siempre aquello que uno intuye pero que no ve. Por problemas técnicos con los tiburones ficticios que se construyeron para la ocasión, que siempre terminaban averiados y oxidados, se decidió que el animal iba a aparecer solo cuando fuera imprescindible, y aquel recurso fue quizás uno de los detalles que propiciaron que Tiburón se convirtiera en la obra maestra que es hoy.
Desde aquel estreno, el imaginario colectivo desarrolló pavor hacia todo lo que esconde las profundidades del mar, e incluso el propio Spielberg, hace no tantos años, reconoció en una entrevista que se sentía en parte culpable por la aversión que muchos habían desarrollado hacia esta criatura marina a partir del estreno de Tiburón.
Si bien aquel taquillazo contribuyó a mirar con desconfianza la playa, también fue el inició de una larga lista de películas con temática similar: además de las tres secuelas de la película -Tiburón 2 (1978), Tiburón 3 (1983) y Tiburón, la venganza (1987)-, con ejemplos como Deep blue sea (1999) o Sharknado (2013), un disparate de serie b inolvidable.
Secuelas aparte, otro de los aspectos a destacar de Tiburón, que regresa a los cines este verano para conmemorar este 50 aniversario -aún pendiente de conocerse si también se verá en los cines de España- es su capacidad para mostrar la avaricia y la manera perversa en la que puede funcionar el poder, más preocupado por no perder ni un céntimo de los beneficios que ofrece el turismo de playa y por no enfadar a los empresarios que viven de la actividad, que de garantizar la seguridad de los bañistas. Los paralelismos con el presente son demasiados, o quizás simplemente fascina su capacidad para captar las bajezas humanas que se mantienen inalterables en el tiempo.
Esta es la trama de la primera parte de la película, en la que el jefe de policía de la isla en la que se desarrolla, a quien interpreta Roy Schneider, descubre el cadáver descuartizado de una joven y trata de cerrar las playas y advertir a todos los bañistas del peligro que corren. El alcalde, por su parte, apoyado por los comerciantes, se niega a difundir la noticia para evitar alarmar a la población y a los turistas, y evitar así dañar la campaña estival. Cuando la amenaza es inevitable, el propio agente de policía, un biólogo al que da vida Richard Dreyfuss y un cazatiburones interpretado por Robert Shaw se encargan de perseguir al escualo en una lucha trepidante.
A pesar del peaje pagado con algunas de las películas descabelladas que llegaron años después, la experiencia de volver a ver Tiburón -disponible en España en varias plataformas como Filmin o Amazon- no ha perdido ni un poco de magia, ni suspense ni atractivo. La amenaza inalterable y los paralelismos sociales y políticos la convierten en una película irresistible e imperecedera.