En 1733 se estrenaba en la Acádemie Royale de Musique Hippolyte et Aricie, tragedia lírica que causó un sonoro revuelo. Su autor, Jean-Philippe Rameau, contaba ya con 50 años y era conocido sobre todo por un tratado de armonía (Tratado de Armonía reducido a sus principios naturales, 1722) que le valió respeto y prestigio entre sus colegas pero como compositor su obra se reducía a un puñado de motetes, tres colecciones de piezas para clave que se cuentan entre lo mejor compuesto nunca para este instrumento y unas modestas cantatas profanas. Hasta entonces la faceta que más había practicado y de la que en buena medida había vivido Rameau era la de organista y nada hacía presagiar su meteórica carrera operística.
Esta incursión suya dividió a los connaisseurs entre partidarios (ramistas) y detractores (lullystas),éstos últimos defensores a ultranza del viejo modelo que Lully había establecido para la ópera sesenta años antes. En realidad, Rameau no había traicionado el molde (respetó los cinco actos precedidos de un prólogo así como otras convenciones) pero el relleno estaba trufado de unas audacias armónicas insólitas y adjudicaba a la orquesta un papel desconocido hasta entonces en la ópera sa: Rameau es el gran fundador de ese tiipo de instrumentación sa que concede tanta importancia a las texturas y a la búsqueda de la expresividad a través de los timbres.
Para su siguiente título, dos años después, Rameau fue más prudente y prefirió otro género, el de la ópera-ballet. Aquí la comparación con Lully no era posible pues la primera obra del género, La Europa Galante de Campra, se compuso varios años después de la muerte aquel. El libreto de Las indias galantes (autor Louis Fuzelier) sigue las pautas de la comédie-ballet: varios actos o entrées (en este caso cuatro) independientes entre sí ambientados en lugares exóticos, precedidos de un prólogo que sirve de pretexto a lo que vendrá después. Aunque hay que reconocer que el libreto es más bien flojete, sin embargo ofreció a Rameau sobradas oportunidades de demostrar su talento. Quién sabe si esa falta de calidad precisamente le empujó a desbordar de imaginación, incluso: las distintas localizaciones y el tono diferente en cada acto (tendente a lo dramático en el primero, a lo trágico en el segundo, a lo bucólico en el tercero y a lo cómico en el último) eran más que suficiente para que el compositor de Dijon diera rienda suelta a su inventiva, sin recurrir a clichés o efectos fáciles, fiándolo todo a la orquestación, la densidad armónica y a una vena melódica que Rameau despliega aquí como en pocas de sus obras. El éxito fue notable, quedando como uno de lo títulos que se repusieron recurrentemente en la escena parisina durante las siguientes décadas.
El Teatro Real ha presentado la versión recortada de “Les Indes Galantes” que se presentaron en la Ópera Nacional de París en 2019, una coproducción de la Cappella Mediterranea de Leonardo García Alarcón y el Coro de Cámara de Namur junto a Structure Rualité, que es algo así como una compañía de danza (me parece que no les gusta este término, demasiado clásico y académico, pero Ustedes me entienden) que lleva a cabo proyectos artísticos que mezclan las danzas urbanas con la “danse marrone”, que viene a ser el conjunto de danzas de los esclavos negros de los diferentes lugares de América. Dichos proyectos tienen como objetivo “explorar las memorias rituales y corporales cuestionado el género, haciéndose preguntas sobre las heridas del pasado -individuales o colectivas- así como sobre la posibilidad de escapar de ellas a través de estrategias de reapropiación y de unirse en comunidades” (extraído de la página web). Llegados a este punto, uno se pregunta qué tiene esto que ver con Rameau. Pues más bien poco, la verdad, pero una, que se niega a envejecer por dentro, ya que por fuera la cosa es inevitable, decidió asistir con la mejor intención a este espectáculo.
Nada más abrir el programa nos encontramos con la siguiente perla: “Esta confrontación entre una música patriótica cargada de una ideología a la vez nacional e imperialista […] y una danza surgida de los márgenes, portadora de una experiencia de la violencia de las dominaciones y de las reivindicaciones de emancipación, aporta a esta opéra-ballet un nuevo sentido”. La autora es Marine Roussillon, que nos deleita con la obviedad de que esta música era patriótica y nacional. Pues claro, qué quería en la Opéra Royal en pleno XVIII.
Después viene con lo de “imperialista” supongo que porque hay una danza de “Los Salvajes” y hay ubicaciones exóticas en un momento en el que Francia dominaba el mundo. Evidentemente había imperialismo, pero es que resulta que el libreto deja bastante bien a todos esos personajes de lugares lejanos y considerados bárbaros: a ver si nos creemos que lo del “buen salvaje” es invento “ex novo” de esa maldición -también para la música - que fue Jean-Jacques Rousseau. Y además la moda exótica ya llevaba decenios implantada en toda Europa y perduraría hasta entrado el siglo XX, aderezada de diferentes maneras. En cuanto a lo de “aportar un nuevo sentido”, sigo sin entender por qué en el momento en el que lo históricamente informado en música se ha impuesto hasta el punto de que en el mundillo profesional -y en el de la crítica- hay muchos que miran con desdén a quien defiende tocar cualquier autor barroco o clásico al piano, resulta tenemos que otorgar un nuevo sentido a todos lo demás ingredientes. Claro, se me olvidaba que estamos en el momento del “mea culpa” por parte de Occidente y que tenemos a todo el wokismo bien-pensante haciendo méritos para ver quién se propina los latigazos más fuertes. Siempre que sean los demás quienes pongan la espalda, claro. El caso es que, para disimular y quedar de progre-progre-de-verdad se nos ocurren estas luminosas ideas de prestarles un ratito el patrimonio a estos chicos que bailan tan bien y dejarles que suban a las grandes escenas nacionales. Y todos tan contentos, tan redimidos los unos y tan reapropiados los otros. ¿Acaso no es maravilloso? Este racismo 3.0 está comandado en el caso de Francia por unas gentes salidas de las “Grandes écoles” que no sólo no han puesto el pie jamás en la vida en una banlieu ni le alquilarían un piso a ningún habitante de las barriadas suburbiales, sino que ni siquiera saben cómo y cuánto huele la estación Châtelet-Les Halles en pleno centro de París a las seis de la tarde. Pero salgo de este jardín que nos llevaría muy lejos y no es el propósito.
Total, que me parece que lo mío no tiene remedio y envejezco también por dentro. Llámenme antigua, reaccionaria, rancia, pero cuando asisto a un concierto, por muy “coreográfico” que sea, según el epíteto del propio García Alarcón, lo que yo quiero es ante todo escuchar bien la música. Y sintiéndolo mucho, en aras del “concepto” en la orquesta faltó empaste, faltó equilibrio, faltó destacar esas sutilidades tímbricas tan propias de Rameau. Y faltó todo eso porque es imposible que, dividiendo el orgánico en tres partes haya la escucha suficiente entre instrumentistas e incluso del propio director, que se movía descalzo de acá para allá cuando no estaba al clave (lo de ir descalzo tiene su mérito, yo me habría reventado el dedo gordo contra cualquier atril). Toda la orquesta se dispuso sobre el escenario salvo para la obertura -los instrumentos de viento madera empezaron abajo- y un aria con flauta obligada que se tocó desde un palco. La colocación fue: cuerdas y vientos agudos a la izquierda, sus correspondientes graves a la derecha y el bajo continuo al fondo salvo los dos claves que se dividían como el resto de instrumentos. La que suscribe, estando sentada hacia el final de una fila de los asientos pares, asistió a un estupendo concierto para doble fagot y orquesta. Hombre, una siente cierta debilidad por este instrumento, pero vamos, que lo que yo quería era escuchar un equilibrio orquestal y francamente, los violines me resultaron inaudibles en muchos más momentos de lo que hubiera sido aceptable desde mi emplazamiento -estupendo por otra parte-. Me comentan que en lugares más centrales la cosa no se percibía de la misma forma y creo que es justo señalarlo, como justo es decir que hay que intentar que la orquesta se oiga bien en cualquier parte del teatro.
Por otra parte, los efectivos eran más bien magros para lo que demanda la orquesta de Rameau, pero esto parece ya un mal endémico de las orquestas barrocas: el dinero va a otras cosas, evidentemente, y a nadie parece importarle que la escena del terremoto quede en un 2,5 en la escala de Richter como mucho. Únase a esto las evoluciones de bailarines, coro y cantantes por el escenario, lo cual creaba una masa bien corpórea entre una sección orquestal y otra, y no es difícil imaginar que el resultado sonoro estuvo desajustado en más de un momento y falto de empaque y finura en no pocos números. En definitiva, que a pesar de la profesionalidad e ingente trabajo y reconociendo que lo hicieron todo lo bien que se podía hacer en esas circunstancias, la parte orquestal adoleció de falta de equilibrio, sutileza y cuidado tímbrico a causa del concepto escénico. A ver, señores, que está todo inventado, y que, si tras siglos de tocar en orquesta y habiéndolo probado todo, la convención es tocar en un grupo compacto, será por algo. Pero el adanismo está en todas partes.
Cuatro cantantes se repartieron todos los papeles de la amputada obra y como se vistieron exactamente igual para todas las escenas y además, la autora de la “dramaturgia” Noémie N´Diaye se limitó a cargarse la del libreto original de Louis Fuzelier para sustituirla por la nada, pues lo mismo daba que fueran dioses, turcos o indios. Aquello parecía más bien una cantata pero, como la música de Rameau es tan buena que todo lo soporta, pues adelante. Muy bien la soprano portuguesa Ana Quintans, que comenzó un pelín destemplada en el Prólogo, pero por lo demás estuvo impecable en sus diferentes cometidos y aportó expresividad, perfectas inflexiones vocales y justo estilo con una dicción digna de elogio. Lástima que se convirtiera en la mujer “a un fluorescente pegada” durante “El turco generoso”. Pero de la iluminación, o más bien de su ausencia, hablaremos más tarde. La otra soprano del cuarteto, la sa Julie Roset canta muy bien, buenas agilidades, bonitos efectos, conoce la vocalidad ramista… pero tiene una voz minúscula. Tanto que fue engullida en varias ocasiones tanto por la orquesta (que como hemos dicho, ni era grande ni por su disposición sonaba mucho) como por sus dos partenaires masculinos. El tenor Mathias Vidal cantó con su habitual entrega (casi demasiada), imprimiendo una vitalidad desbordante a sus personajes. Su proyección es un tanto forzada, lo que provocó algunas frases calantes en el medio del registro. En cuanto al bajo-barítono Andreas Wolf, sin ser un estilista cumplió más que dignamente con sus cometidos, con una voz rotunda y mucha seguridad. Uno de los mejores momentos de la representación fue sin duda el cuarteto “Tendre Amour”, de la Tercera Entrada “Les fleurs”, en la que el empaste fue perfecto, quizá también porque los cuatro cantantes estaban cerca, en el centro del escenario y no había distracciones semovientes que molestaran a la concentración en el sonido. Por cierto, que, en un momento de narcisismo, García Alarcón alargó de manera innecesaria la apoyatura disonante final, cargándose ese principio del “juste milieu” que preside siempre el estilo francés por barroco que sea. Claro que, para un momento en que podía disfrutar de la sonoridad sin cortapisas, hay que perdonárselo. Para interpretar el aria “Viens, hymen” Julie Roset se colocó en un palco a la izquierda del teatro y la flauta obligada justo enfrente, al otro lado completamente, con lo cual ese efecto de cierta fusión de la voz con el traverso queda anulado. Una pena, porque Roset hizo un buen trabajo que, además en donde yo estaba, quedó bastante ahogado por la flauta.
En cuanto a la escena, pues pasó lo peor que puede pasar: que ni sí, ni no, sino todo lo contrario: sin dramaturgia, con unos bailes llamados “urbanos” que, diría que por suerte, no enturbiaron el discurrir de esta opéra-ballet y que parecían concebidos para que aquellos que no son bailarines pudieran unirse “inclusivamente” al movimiento general. De hecho, el Coro de Cámara de Namur participó en no pocos momentos danzantes, con un resultado espectacular en lo escénico y más discutible en lo musical. Una vez más, diseminados por la escena, por los palcos, o por los laterales del teatro y encima, contorsionándose o dando brincos por momentos: pues el empaste no es el mejor, claro está. Por no decir que las sopranos no tuvieron su mejor día en el centro-agudo, un tanto estrangulado de timbre. Repito: que los experimentos de esta índole ya se hicieron en la catedral de San Marcos de la Venecia renacentista y como sonaba a rayos porque no se oían entre ellos, tuvieron que inventarse otro sistema coral. Pero mejor no nos enteramos porque nos cargamos el sacrosanto concepto escénico. En cuanto a las danzas, obra de la ideóloga de Structure Rualité, Bintou Dembélé, tampoco resultaron cargantes ni excesivas, como he dicho, porque la mayor parte de las “performances” eran bastante estilizadas, salvo,. lógicamente, en la escena casi final de “Les Sauvages”, donde se emplearon a fondo. Lo que no terminé de entender fue la manía deambulatoria circular de toda esa gente durante más o menos la mitad de la representación. Y por otra parte, me da mucho que pensar que, en un momento en el que se machaca a los señores con que hay que deconstruir la masculinidad tóxica heteropatriarcal, resulta que llegan unos bailarines de hip-hop o como se llame y, mira tú por dónde, ahí no sólo se ite, sino que nos alborozamos y nos hacen chiribitas los ojos ante un despliegue de testosterona absolutamente desmedido de los mazados racializados de turno. Y es más: incluso aplaudimos que las mujeres adopten ese mismo código gestual y corporal. Salgo del segundo jardín en el que me he metido yo sola y sigo con la representación.
El tema de la iluminación osciló entre la penumbra casi total y los fogonazos al público. Muy cansina resultó la ocurrencia de que los personajes se alumbraran con una especie de neones pegados a sus caras que resultaron ser los rayos del Sol pero parecían más bien espadas galácticas. Ya sabemos que el Teatro Real ha recibido el premio a la Mejor Actuación de Eficiencia Energética y Sostenibilidad 2024, otorgado por la Asociación de Empresas de Eficiencia Energética (A3E).y que, probablemente, se está preparando a fondo para el próximo apagón, pero un poquito más de foco no habría venido mal, sobre todo a la pobre Ana Quintans, que el famoso fluorescente se le quedó como apéndice durante más de veinte minutos. La “gracia” iluminativa estuvo en ese círculo que pendía en el centro del escenario y subía y bajaba haciendo de volcán, de sol, de rayo, de flor o de lo que fuera menester. Una vez más, he visto fotos hechas desde el fondo de la sala que extraían algo más gracia a lo que yo pude ver desde la cuarta fila.
Del vestuario, mejor no hablamos: siempre el mismo para los cantantes, como apunté más arriba y pensado para practicar danzas urbanas que no me atreveré a pretender identificar. Supongo que habrá costado un potosí (homenaje propio a los Incas del Perú de la obra) como los de los Djs de moda, a pesar de parecer sacado de los mejores polígonos de Aulnay-sous-Bois. Ante la ovación general, se repitió la escena de Les Sauvages, “Fôrets paisibles”, que Leonardo García Alarcón aprovechó para marcarse su particular concierto de Año Nuevo dirigiendo también al público, que no se tenía de ganas de participar.
Ustedes estarán pensando que todo me pareció un horror y no es así. Pero me fastidia profundamente que algo que, musicalmente podría haber funcionado y en lo que se ha invertido un trabajo ímprobo no salga todo lo bien que debería porque ahora hay que hacer “otra cosa” que resulta que siempre discurre por los mismos senderos. Estoy harta de la ideología hasta en la sopa, sobre todo cuando “las causas” son completamente mainstream. Lo diverso, lo novedoso, lo alternativo y lo verdaderamente al margen son la peluca y la crinolina.
polplancon
06/06/2025 10:21
Efectivamente, doña Ana. Llegados a este punto, uno se pregunta qué tiene esto que ver con Rameau. Hace justo un mes asistí en Budapest a un concierto de barroco francés dirigido por el gran Gyorgi Vashenyi y su orquesta Orfeo. La mitad del programa era Rameau (Dardanus y Platée). Hasta mi esposa, nueva en este repertorio, no pudo dejar de asombrarse del empaste de la orquesta, de las sonoridades típicas de Rameau. Y todos eran húngaros, no ses. Una auténtica maravilla. Lo que nos han traído aquí ni siquiera ha merecido la pena musicalmente (cerrando los ojos y concentrándome en la audición ante mi evidente falta de interés en los bailes). Ya sé que cuando quiera escuchar a Rameau como debe sonar, o me compro las óperas que poco a poco va publicando Vashenyi o me voy a Budapest (donde asistir a esa maravilla de concierto me costó 7 euros).