Cultura

El arte del sonido y del silencio: Arcadi Volodos cautiva con Schubert, Schumann y Liszt

El recital del pianista ruso fue de esos que causa emoción, estupor y iración a partes iguales

  • Arcadi Volodos en el Auditorio Nacional.

Arcadi Volodos (San Petersburgo, 1972) no es un pianista al uso, de hecho es realmente excepcional. Sus comienzos como enorme virtuoso, capaz de las mayores proezas y acrobacias técnicas -nunca exentas de interés musical, por otra parte- han dado paso con el tiempo a un intérprete cuyos intereses se centran en el repertorio más reconcentrado, complejo, íntimo en muchas ocasiones e introspectivo. El repertorio que de verdad genera respeto  a los profesionales, y con razón. A esto se añade otro aspecto suyo que lo aparta de la mayoría de sus colegas y es su alejamiento de redes sociales y hasta de medios de comunicación: no hay estrategia de publicidad ninguna. Esto provoca que sus actuaciones constituyan casi un acto de “gourmets”, de “connaîsseurs”, lo cual, por la parte que me toca y dada mi tendencia a huir de las masas, me resulta aún más atractivo. Sin embargo, y por el lado Pepito Grillo, me veo en la obligación cultural y moral  de gritar a los cuatro vientos que cualquier amante de la música en general y del piano en particular debe asistir a los conciertos de Volodos y escuchar sus grabaciones.

El recital que ofreció el pasado miércoles 4 de junio en el Auditorio Nacional en el ciclo de conciertos de Impacta-Arte fue de esos que causa emoción, estupor y iración a partes iguales. Comenzó con la Sonata D 959 en La mayor de Schubert, uno de sus autores de predilección y del que se ha convertido en uno de los mayores especialistas. Volodos es un explorador de la emoción a través del sonido y a la inversa: su infinita gama de dinámicas y colores le sirven para trasladar los menores movimientos del alma a cada paso y probablemente no hay compositor que sugiera más con un mínimo cambio que Schubert. Tras dos años sin haber compuesto ninguna sonata para piano, en 1828 termina (porque sabemos que las termina a finales de septiembre, pero no muy bien cuándo las comienza) la trilogía de las D 958, 959 y 960. Él mismo las concibe como un grupo único y así lo  deja entender en sus escritos. En ellas, con su estilo personal ya completamente definido y con la influencia beethoveniana muy presente pero perfectamente asimilada, desarrolla una escritura orquestal del piano para la que busca la mayor amplitud sonora del piano utilizando los registros extremos -especialmente el grave- y edifica auténticas arquitecturas formales. Momento también en el que los editores empiezan a interesarse por sus obras y obtiene éxitos en sus conciertos, pero cuya dulzura se ve amargada por la degradación de esa enfermedad que lo llevará a la tumba dos meses después. Schubert era perfectamente consciente de su situación y sin duda esta trilogía pretende trazar una unión con las tres últimas sonatas de Beethoven.

Lo primero que llama la atención de Volodos al sentarse al piano es su silla, muy común y con respaldo. Cuando comienza a tocar entendemos por qué: ese respaldo le permite apoyarse y sentir cómodamente hasta qué punto retira el peso de su brazo cuando lo precisa, un poco a la manera de ese otro inmenso schubertiano que fue Radu Lupu. Es impresionante la forma en que el ruso transita de lo particular a lo general y al revés, como si fuera capaz de mirar por un microscopio y un telescopio al mismo tiempo, y eso  es porque tiene clarísima su concepción formal y anímica de cada obra o movimiento y en función de eso va organizando cada frase, cada matiz de las formas más variadas imaginables, siempre con una redondez y nitidez de sonido difícilmente conciliables para muchos otros pianistas con ciertas dinámicas. 

En Volodos el discurso discurre de forma sorprendentemente natural, a pesar de lo minucioso en la ejecución de cada detalle, casi como de orfebrería. Pasa de esos acordes rotundos iniciales del “Allegro” a las cascadas de tresillos de corcheas, cada una coloreada con un tinte ligeramente diferente como si tal cosa, como si uno surgiera de lo otro. La importancia que otorga al más simple acompañamiento jamás enturbia el centro de atención, que suena especialmente timbrado y proyectado. En este primer movimiento ya pudimos apreciar dos de los aspectos más destacados de su pianismo, que lo diferencian de todos los demás y hacen de él un auténtico maestro: la pedalización y la gestión de los silencios. La primera es natural en el sentido que busca la claridad sin renunciar, si lo considera, a las resonancias, que utiliza de manera sorprendente y fabulosa; pero también es compleja porque para ello utiliza las mil formas de poner el pedal en las que no entraremos aquí por no aburrir con cuestiones técnicas. Tengo tendencia a decir que el pedal no se pone con el pie sino con el oído, y la clase magistral que nos ofreció Volodos me reafirma completamente. En cuanto al silencio, es, una vez más, producto de la pura escucha: el sonido puede ser una parada ante el abismo; o puede ser una suspensión de lo que acabamos de oír; o quizá la génesis de lo que sigue. Siempre son silencios llenos de sentido, al menos tanto como las notas. Especialmente emocionante fue la sección del desarrollo, con ese tema cercano al lied o a la canción popular que Schubert presenta coloreada de tantas maneras como veces aparece la célula. 

El “Andantino” fue simplemente estremecedor. Ese tema de caminante, de ese Wanderer que es casi un alter ego de Schubert sobre ese bajo ostinato, es uno de los más hermosos y también de los más dolorosos que se han escrito nunca. Es el dolor de alguien agotado por el sufrimiento pero también aliviado al ver próximo su final. Y sin embargo, continúa caminando. Volodos no sólo entiende perfectamente el espíritu del movimiento, sino que lo transmite de forma total, entre lo físico y lo espiritual. La forma en que ligó todo el tema mientras utilizaba y hacía rebotar ligeramente ese bajo picado combinándolo con un levísimo pedal fue un ejercicio de estilo, precisión y sobre todo, de búsqueda de un sonido concreto que transmita un estado de ánimo. Transitó sobre una resonancia hacia esa sección central que en poco tiempo se transforma en un torbellino desatado que pasa por Beethoven y desemboca en Liszt, incluso en las modulaciones. Fue fascinante el uso del pedal para recoger una resonancia de un acorde en un par de ocasiones y nos regaló una especie de recitativo de enorme libertad uniendo el barroco con la escritura lisztiana para volver a ese tema adornado de notas repetidas, que dibujó como rebotando de una a otra sobre un bajo más dúctil y cuidado hasta el extremo en su articulación y en el que nos regaló unos pianissimi casi inverosímiles. El control del sonido de este hombre es algo absolutamente portentoso. Esos acordes finales -casi definitivos- nos dejaron sin respiración.

El Scherzo estuvo lleno de gracia y delicadeza , con ese tono tan de canción vienesa y el Trío del mismo fue una maravilla de construcción en su presunta sencillez y nuevamente de magistral uso del pedal. La obra culminó con el Rondó final, que comienza con ese bellísimo tema, lleno de luz y casi alegría y que va adquiriendo textura y tensión con procedimientos en ocasiones muy cercanos a los de Beethoven, una vez más. Realmente es pasmoso escuchar a Volodos llevar a cada voz como si fuera la única y combinarlas con las demás con el balance exacto, por no hablar de la forma de impregnar de mayor o menor peso y presión cada acento o cada sforzato con una precisión inimaginable o del control absoluto de las dinámicas a cualquier velocidad. Una técnica infalible le permite tocar esta música de una dificultad terrorífica -aunque mucho menos visible que en otras- con esa naturalidad incluso en los momentos más temibles. Tras un silencio de ésos que sólo él sabe hacer, atacó el Presto final para dejarnos completamente abrumados por lo que acabábamos de escuchar.

Tras una larga pausa en la que un afinador hubo de intervenir en los fieltros de los macillos para ajustar el brillo del piano (en la vida he visto algo así, supongo que sería petición de Volodos), el ruso nos introdujo en otro universo único: las “Davidbündlerstänze” de Robert Schumann. Estas dieciocho piezas fueron terminadas en 1837, poco después de comprometerse con Clara Wieck. En ellas refleja a esos dos personajes que le representaban, esos dos caracteres opuestos y complementarios que son Florestan, el atrevido y arrojado, y Eusebius, el tímido y sensible. De hecho, cada una de ellas porta el nombre de uno de ellos o de ambos. 

La lectura de Arcadi Volodos fue clarividente. El mundo de Schumann es muy difícil de traducir por lo voluble, por lo intrincado muchas veces y por una falta de cohesión a primera vista que desarma al más templado. Pero una vez más, en manos del ruso, se obró el milagro y lo que no siempre es inteligible, se tornó natural. Cada una de ellas fue un prodigio de sutilidad, buen gusto, carácter e imaginación, de continuos contrastes.  Por dar unas pinceladas de algo que es dificilísimo de transmitir, diría que en la maravillosa segunda danza  disfrutamos de un legado perfecto en ese delicioso tema que discurría sobre esos velos de resonancia del pedal, como si fuera algo onírico; en la cuarta , su pulsación rítmica y su fraseo nos arrollaron con un derroche de pianismo romántico; en la quinta  encontró un punto muy justo de estilo,  y sonó entre caprichosa, seductora y lánguida.; en la sexta nos ofreció al Schumann más rítmico con un poderío fantástico, mientras que en la séptima, de nuevo con esa utilización medida del pedal logró un timbre impregnado de melancolía; en la octava nos llevó a galopar con ese impulso irrefrenable y una mano izquierda impresionante; y mientras se mantuvo ese carácter voluntarioso en la novena y décima, lo introspectivo volvió en la undécima, en la que la manera de destacar la misma melodía cada vez en una mano y de dibujar los arabescos en torno al tema fue realmente fantástica (en los dos sentidos de la palabra); en la duodécima siguió la petición del autor de llenarla de humor, para contrastar mejor con ese carácter salvaje por momentos de la decimotercera; y si todas habían sido fabulosas, en las dos últimas, que constituyen una especie de recapitulación, obtuvo momentos de un lirismo y de una intensidad fuera de serie, una vez más, prestando esa atención casi obsesiva al ataque de cada nota y a un pedal resonante pero nunca sucio, a los juegos entre voces, a cada pequeño cambio armónico que en sus dedos supone un cambio de mundo, a cada matiz “piano” y “pianissimo” y sus imposibles gradaciones exquisitas que él consigue y logrando una unidad perfecta con todo ello. Inolvidable.

Por último, tras este verdadero “tour de force” físico, técnico, mental e interpretativo, Volodos tocó la “Rapsodia Húngara n.º 13” de Liszt en una versión arreglada por él, es decir, complicada por él. Pero como este hombre no es de este mundo, dio la impresión de que la pirotecnia de una dificultad absolutamente endiablada de la obra -a pesar de la cual nunca hubo perjuicio para la expresividad-, era lo fácil del concierto, algo así como si hubiera pensado “ya me he quitado lo gordo y esto es para divertirnos”. Y el caso es que es literalmente así. Cuando se tienen los medios de Volodos, la música más profunda y de construcción más abstracta sigue siendo la más difícil. Miren, no voy a entrar en descripciones, porque todo lo que se puedan imaginar de acrobacia técnica, ahí estaba. Y  él, como si tal cosa. Probablemente lo más perfecto que he escuchado en el género del virtuosismo extremo.

El éxito fue arrollador, así que nos ofreció cuatro propinas, nada más y nada menos: el “Intermezzo op. 117 n.º 1 de Brahms”, del que ofreció una versión personalísima y llena de sutilidad tímbrica y rítmica; el “Momento musical n.º 3” de Schubert, que fue un precioso recuerdo de la Sonata de la primera parte; la obra que me tuvieron que “chivar” y que fue la “Malagueña”  de la “Suite Andalucía” del cubano Ernesto Lecuona arreglada por el propio Volodos, que nos hizo disfrutar a placer de nuevo de los juegos malabares; y por último “Pájaro triste” de Federico Mompou (otro de sus compositores favoritos) obra de cuya sencillez y elegancia extrajo un universo entero de emociones. Una tarde para el recuerdo con uno de los grandes maestros.

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